miércoles, 3 de julio de 2013

Azul


Verónica era toda color avellana, cáscara de seda y tacones de Chanel. Bajo el vestido siempre menudo y el enrejado de medias, sus piernas no tenían fin. Las mías sí, las mías terminaban en el dobladillo zurcido a la altura de mis siempre apostilladas rodillas.
Ella me enseñó a guardar mi diario rosa en el bajo del colchón, me llenó la cabeza de ideas libertinas y de rímel negrísimo el abanico desdentado de mis pestañas. Todas las tardes jugábamos en mi habitación a ser quienes no éramos. Entonces yo me llamaba Azul y ella me prestaba sus tacones y sus sujetadores de puntilla rellenos de calcetín.

Azul liberada, Azul atrevida, Azul distinta, Azul yo.

Un día mi padre descubrió mi juego y con su látigo moral hizo de mi cáscara de seda una piel de espigón. Verónica desapareció en el fondo de mi armario y yo dejé de perseguir gusanos que nunca serían mariposas.

Años después, a veces, encuentro la puerta del armario entreabierta, y puedo oler su perfume de flores caras. Entonces la cierro con el candado de la rendición, y busco consuelo en los brazos de mi mujer. Me gusta llamarla Azul.