
Tres años atrás, aquel malnacido que simuló ser un ginecólogo distinguido, me había entregado el feto en una botella de plástico sin gollete como si de un vaso canopo se tratara, asegurándome que no pudo hacer nada por salvar a la criatura. Dos días después moriría la madre.
Ahora, al fin, estaba sentado en el banquillo de acusados. Mientras su abogado lenguaraz versaba sobre la inviabilidad de que el hecho se debiera a una negligencia médica, el asesino de mi media vida se hurgaba las uñas como si aquello no fuese con él.
El jucio fue corto y tupido, cargado de gestos cómplices ajenos a mí y en unos quince minutos de reloj, la resolución del juez cayó incómoda como chinchetas sobre cesped: "Inocente"
Abandonó la sala jactándose por su suerte e insultándome con el gesto inequívoco del triunfo, sin imaginar que yo, desde hacía unos minutos ya acariciaba el frío metal de mi pistola.