
El abuelo Francisco encontró una carta de amor debajo de su colchón. La descubrió aplastada sobre los hierros rancios del viejo somier cuando buscaba un calcetín con ardor de independencia. La bajó a la cocina entre turbado y mohíno y nos la enseñó con el ánimo de encontrar una respuesta niña que le aliviara el lastre de sus celos. El sobre estaba ajado, ambarino por sus bordes y en el centro, con una caligrafía cervantina cuatro palabras, "A mi gavina triste". Dentro, dirigidos por un "Cádiz, Veinte de Septiembre de Mil novecientos treinta y ocho" habitaban veintitrés promesas de amor infinito, tres deseos febriles y una plegaria, "por favor, nunca me olvides". En el pie, "con todo mi amor, Francisco López" y una rúbrica, que aunque lozana y viril y ahora como escrita en papel sobre esponja, reconocimos como la firma del abuelo.
La abuela no dijo nada, hastiada como estaba ya del desgaste del recuerdo, se quedó de espaldas, enredando entre cacharros de cocina y del humo que afloraba de las ollas hizo una cortina para que no viésemos llorar a la gavina triste.