domingo, 28 de marzo de 2010

Mi querida Rosi...Parte III y última.


Algunos meses después, cuando el desligue de Rosi me lo permitió, y mis relaciones se dilataron, conocí a Julio. Era compañero de clase, pero no había reparado en él hasta que lo vi en la cola que nos llevaba todas las mañanas al café que nos mantenía en vigilia el resto del día. Me llamó la atención porque me pareció muy apuesto. Julio era un chico alto y fornido y tenía dos hileras de dientes perfectos embalados por unos carnosos labios de pecado. El resto de sus facciones no eran especialmente atractivas, pero en su conjunto se tornaban algo menos que irresistibles. Por todas esas cualidades, me quedé roja y muda como un pavo cuando me habló por primera vez, aún así, se ve que no le caí mal, porque desde aquel día coincidíamos con una frecuencia sospechosa y mi timidez inicial dio paso al desparpajo al que me invitaba su agradable camaradería.

Rosi, que se percató de inmediato de la situación, se encargó de tramar una enrevesada maniobra de alejamiento y para mi asombro, como si del cortejo de un pavo real se tratara, desplegó atrevida el colorido de su plumaje para llamar la atención de Julio, no sé bien si por beneficio propio, o por el simple goce de agraviarme. Simulaba pérdidas de memoria súbitas para defenderse cuando la recriminaba por no haberme dado el recado que Julio le dio para mí, se inventaba los defectos que no tenía, o al menos que yo no veía, y se empleó tanto en ellos que casi llegué a creerlos. Se convirtió en la molesta mosca que todo lo fastidia y la cegaron los celos. Para mi desesperación, se volvió repulsivamente encantadora con el resto del mundo, y conmigo, no pudo evitar delatarme con su mirada las ganas que tenía de darme en uno solo, todos los cogotes que en mi infancia di por ella. No varió su físico en demasía, tan sólo su coleta grasienta por un corte de moda, pero adquirió la pose de un felino, altiva y elegante, segura de sí misma, y con esa seguridad, se disculpó ante mis reproches revelándome que con su actitud intentaba evitar que me encaprichara en exceso y así ahuyentarme de las garras de lo que ella auguró mi primer desengaño amoroso, y yo, crispada de rabia, amenacé con lapidarla si seguía molestándome pero demostró poco aprecio por su vida, o lo captó como una exageración, porque hizo caso omiso a mis advertencias, y no sólo siguió con su empeño, sino que logró seducirlo con toda su fealdad, obsequiándome con la traición más humillante. Dejó de necesitar mi escudo, que era lo único que nos había unido tiempo atrás, y con el cese de mi misión terminó nuestra amistad.

En el final de cualquier historia medianamente lúcida, Rosi no hubiera conseguido más que ridiculizarse y yo me hubiera nutrido de perdices con Julio por el resto de mi vida, pero sustento una vez más la dudosa dicha de ser la excepción, y en pago a mi dedicación, Rosi enamoró a Julio, se casó con él y son repugnantemente felices, y yo, que sigo soltera, y sin ánimo de dejar de serlo, me quedo mirando su cara de desprecio cuando me cruzo con ellos, y al pasar por su lado, inconsciente y susurrante, le digo tres veces “fea”, por las humillaciones, las enemistades, los bocatas que comí en la solitaria esquina de la clase, los castigos, los enfrentamientos, la reputación perdida y el calor que todavía conservo en la palma de mi mano...Fin.

sábado, 20 de marzo de 2010

Mi querida Rosi...parte II


Me dediqué durante los años de mi niñez a corretear y sacudir a cualquiera que osara insultar a Rosi en mi presencia, y la rara vez que yo no estaba presente, ella se encargaba de hacérmelo saber con la sutileza y disimulo que obligaba su exceso de orgullo. Hizo de mí, con el despotismo y la altanería que sólo utilizaba conmigo, su fiel lacaya, dispuesta a defenderla aún a costa de mi maltrecha reputación.

Rosi tenía literalmente dos dedos de frente. Entre el triángulo que anunciaba el nacimiento de su cabello y el bache de su entrecejo, no distaría más de tres centímetros. Los ojos parecían una par de madrigueras oscuras, y en el fondo, más al fondo, dos granos de café. Su nariz, ligeramente ladeada, estaba dividida en el centro por un hueso emergente, y no guardaba simetría en tamaño con el resto de la cara, sino que se exhibía prominente, tanto que casi ocultaba en su totalidad la raya de trazo fino que tenía por boca. Su pelo era encrespado, mantecoso y del color de la castaña, atado siempre con una goma azul deshilachada, a la altura de la nuca. Vestía con ropas anchas que ocultaban su abultado vientre, al menos hasta que una ráfaga de viento las ceñía a su cintura.

Cuando la edad me dio el suficiente civismo, y me hice cargo de mi supuesta condición de señorita instruida, con no más de quince años, me armé con la paciencia que nunca tuve y sustituí mis golpes infantiles por teorías espirituales y lecciones de moral que ni yo misma creía, pero que surtían un asombroso efecto y lucían más elegantes que mis ridículos berrinches, aunque bien es cierto que mis particulares correctivos se redujeron porque a esa edad, la sinceridad se hacía menos transparente y se extendía un pequeño pero justo velo de cierto reparo entre los vejadores.

Coincidimos en la elección de licenciatura, allá por el año ochenta y uno, cuando los pantalones de pitillo elásticos nos ahogaban y las hombreras de las chaquetas de chorreras nos hacían parecer rudos jugadores de béisbol. En aquel tiempo, Rosi pareció haberse inmunizado ante las risitas burlonas y las indiscretas miradas, empezó a entablar con soltura y no volvió a pedir ni mi auxilio ni mi compañía. Entre tanto yo, que necesito ver el suelo para saber que me he caído, seguí ejerciendo mi cometido voluntario de protección, y justifiqué su reacción ingrata con un estado transitorio de aturdimiento... continuará

sábado, 13 de marzo de 2010

Mi querida Rosi...Parte I


La ocurrente madre de Rosa María de las Mercedes, tardó tres meses en decidir tan generoso nombre, tres minutos en adjudicarlo y tres segundos en convencerse de que semejante derroche de imaginación se reduciría en la voz de la gente a un escueto “Rosi”.

Rosi Montes de Villaseca, que tenía nombre de aristócrata y regencia de plebe, nació una original mañana fría de Agosto en el último pueblo de la provincia de Cáceres. Dicen que lo hizo de nalgas, y que el parto duró más de lo previsto, razón por la cual, llegó al mundo con la piel arrugada como una pasa y el color de la mora madura. Los que asistieron a tal evento no se amilanan al admitir que no conocieron recién nacido más feo y deforme, y cuarenta y tres años después del alumbramiento, que el paso del tiempo sólo logró aumentar algo su estatura, mucho su peso y aclarar el color violeta de su piel.

Para mí y mi peculiar gusto, Rosi no era más que una persona de disimulada belleza, pero nada destacable ni demasiado inusual, aunque reconozco que mi indulgente opinión sobre ella tenía mucho que ver con la maña adquirida, porque crecí mirándola y porque la falta de belleza también vivía en el hueco de mi espejo.

Haber compartido con ella año de nacimiento y primer apellido, me adjudicó la obligación escolar de sentarme a su lado en clase de párvulo, y la moral de hacerlo en todos los cursos que le siguieron, que no fueron pocos.
Me adecué con más paciencia que esfuerzo a su agrio carácter, y cuando las sinceras y viperinas lenguas de los compañeros se mofaban de sus defectos a golpe de grito, yo me levantaba el traje a la altura de las rodillas y corría a la velocidad que lograban mis escuálidas piernas. A veces los alcanzaba y les daba tremendo cachete, que por el color y el calor que me dejaba, y la risa que ellos mostraban, suponía que padecía más la palma de mi mano que sus cogotes. A veces no llegaba a cazarlos, porque mi carrera era detenida bruscamente por el maestro de guardia que me sujetaba por un brazo, más arriba del codo, y casi sin poner pie en el suelo, me soltaba en el despacho del director, que resignado, me obsequiaba con el castigo al que me tenía acostumbrada. Era entonces cuando pasaba tres días sin recreo, en el último rincón de la clase, con un bocadillo de chorizo untado en una mano, y con la otra haciendo aspavientos para apartar las molestas avispas que en la época estival se reunían al olor copioso de mi desayuno...continuará