miércoles, 11 de enero de 2012

El beicon se repite.

     Y también me repito yo. Este texto es producto de una tarea de la Escuela de Letras, pero el blog de la Petra Pan no solo vive de aire, y aire es lo único que tengo últimamente en la cabeza. (La tarea consistía en realizar un texto con la frase de inicio "Aquella mañana, Dios se levantó malhumorado y me pidió de desayunar un par de huevos con beicón" y con la frase final; "por suerte, el helicóptero ya no estaba allí").


         Huevos con Beicon

        Aquella mañana, Dios se levantó malhumorado y me pidió de desayunar un par de huevos fritos con beicon. No me sorprendió, cuando se enfada engulle calorías a mansalva en perjuicio de su incipiente colesterol, pero había algo en su porte que me resultaba extraño. Desde hacía unas semanas había notado cierta sátira en sus palabras, y más de una vez tuve que persignarme después de que soltara algunas salidas de tono. Reconozco, Ave María purísima, que a veces me volvía para que no me viera reír, y era entonces cuando aprovechaba para darme un cachete en el culo y sacarle la lengua a mi cara de espanto. Cuando le pedía que se arrepintiera de sus pecados, me culpaba por pasearme escasa de ropa, pero es que en esos días de Noviembre en casa no se podía parar de calor. Los domingos se encerraba en el baño, durante horas, y desde la cocina podía oír sus risas y difamias extravagantes que yo atribuía a su mortificación por el estado lamentable de la fe en el mundo. Luego salía del baño feliz, sin rastro de furia, con un intenso olor a azufre y con unas enormes ganas de copular (Ave María purísima).

         Aquella mañana, digo, en la que se levantó extrañamente malhumorado, todavía con el brillo grasiento del beicon en la barba, me confesó que él no era mi Dios, pero que por mí cambiaría su tridente por mis tenedores de picnic.

        Esa tarde mi esposo volvió a casa después de un mes de cónclave en la tierra. Llegó abatido, desalentado y pesimista, y a mí además me pareció molestamente rutinario. Y es que para mí, ya se habían transformado en inolvidables los recuerdos que parieron aquellos días diabólicos. 

       Después de pensármelo largamente durante dos minutos, dejé a Dios comiendo el puchero y salí corriendo hacia el helipuerto. Por el camino recé porque el helicóptero destino al infierno aún no hubiese despegado, porque alguien me esperara, porque pudiera dilatar infinitamente mi nueva dicha. Y mis rezos fueron oídos...sin acordarme de que Dios era mi marido. En ese instante una luz cegadora apareció entre las nubes y un relámpago de fuerza descomunal cayó sobre la pista de aterrizaje, pero por suerte, el helicóptero ya no estaba allí.