Mi
vecino es músico y últimamente solo toca canciones tristes de piano. La melodía
cadenciosa va saliendo como vapor de guiso de sus ventanas, cruza el patio y
entra por las mías. Ahora que el sol seca macetas y humedades y las ventanas de mi casa están recogidas, la
música no encuentra obstáculo para colarse lánguidamente por las habitaciones.
Luego franquea el pasillo, sube escaleras y las baja, y en lo que tarda en
hervir el café, la música ya forma parte de mi vida.
Esta
mañana me he dado cuenta, de que desde que pasa esto, en casa, todas las
mañanas, me siento como en los minutos antes del final de una película.
Desayunar,
limpiar los baños, ver un programa basura, el ordenador, todo tiene un rociado
nostálgico. Escribir es triste, las llamadas, doblar ropa, hacer zapping, las
fotos, hasta una partida de Scrabble, aunque la esté ganando.
También
mi mirada es afligida. Miro como miran las protagonistas amantes en películas de
final infeliz. Miro como en las despedidas, como quien ve una puesta de sol con una maleta
en una mano y una esquela en la otra, aunque lo que mire no sea más que el
respaldo del sofá con sus cojines desinflados, el centrifugado de la lavadora o
las gotas secas de la última lluvia pegadas al cristal.
Todo en
mis mañanas se digiere con ese sabor que baila entre la pena y la desazón, todo
místico, todo ralentizado, mañanas contemplativas.
Más tarde, al final de la mañana, Cuando el piano se cierra, se termina la película y todo vuelve a ser
lo que es y a su justa velocidad. Es entonces cuando mi vida vuelve a parecerme
más absurdamente común.