miércoles, 3 de julio de 2013

Azul


Verónica era toda color avellana, cáscara de seda y tacones de Chanel. Bajo el vestido siempre menudo y el enrejado de medias, sus piernas no tenían fin. Las mías sí, las mías terminaban en el dobladillo zurcido a la altura de mis siempre apostilladas rodillas.
Ella me enseñó a guardar mi diario rosa en el bajo del colchón, me llenó la cabeza de ideas libertinas y de rímel negrísimo el abanico desdentado de mis pestañas. Todas las tardes jugábamos en mi habitación a ser quienes no éramos. Entonces yo me llamaba Azul y ella me prestaba sus tacones y sus sujetadores de puntilla rellenos de calcetín.

Azul liberada, Azul atrevida, Azul distinta, Azul yo.

Un día mi padre descubrió mi juego y con su látigo moral hizo de mi cáscara de seda una piel de espigón. Verónica desapareció en el fondo de mi armario y yo dejé de perseguir gusanos que nunca serían mariposas.

Años después, a veces, encuentro la puerta del armario entreabierta, y puedo oler su perfume de flores caras. Entonces la cierro con el candado de la rendición, y busco consuelo en los brazos de mi mujer. Me gusta llamarla Azul.





sábado, 11 de mayo de 2013

La banda sonora de mis mañanas


 
 
             Mi vecino es músico y últimamente solo toca canciones tristes de piano. La melodía cadenciosa va saliendo como vapor de guiso de sus ventanas, cruza el patio y entra por las mías. Ahora que el sol seca macetas y humedades y  las ventanas de mi casa están recogidas, la música no encuentra obstáculo para colarse lánguidamente por las habitaciones. Luego franquea el pasillo, sube escaleras y las baja, y en lo que tarda en hervir el café, la música ya forma parte de mi vida.
Esta mañana me he dado cuenta, de que desde que pasa esto, en casa, todas las mañanas, me siento como en los minutos antes del final de una película.
Desayunar, limpiar los baños, ver un programa basura, el ordenador, todo tiene un rociado nostálgico. Escribir es triste, las llamadas, doblar ropa, hacer zapping, las fotos, hasta una partida de Scrabble, aunque la esté ganando.
También mi mirada es afligida. Miro como miran las protagonistas amantes en películas de final infeliz. Miro como en las despedidas,  como quien ve una puesta de sol con una maleta en una mano y una esquela en la otra, aunque lo que mire no sea más que el respaldo del sofá con sus cojines desinflados, el centrifugado de la lavadora o las gotas secas de la última lluvia pegadas al cristal.
Todo en mis mañanas se digiere con ese sabor que baila entre la pena y la desazón, todo místico, todo ralentizado, mañanas contemplativas.
Más tarde, al final de la mañana, Cuando el piano se cierra, se termina la película y todo vuelve a ser lo que es y a su justa velocidad. Es entonces cuando mi vida vuelve a parecerme más absurdamente común.